Las deliberaciones públicas van adoptando tonos que se corresponden con el discurso dominante; casi nada escapa a sus enfoques. Es obviamente intencional afirmar cierto tipo de lenguaje. Se repite, se vuelve símbolos y se aporta como argumento. Las reacciones cierran el círculo de confirmación; quienes discrepan lo hacen en el tono y el ritmo dominante. No se traduce necesariamente en riqueza del habla, más bien se observa lo contrario. Cuentan los estilos y las aspiraciones transformadoras o no. En general el espíritu comunicativo hegemónico es poco dado a la tolerancia y al impulso democrático. No se percibe novedad, es algo muy similar al pasado vacío y fantasioso. Ese nivel de lenguaje está muy cerca de la práctica y hace todavía utópico un cambio mayor, de calidad y novedoso. Las palabras son las de siempre, pero ligadas a figuras y símbolos, a otro tono mucho más persuasivo. No por ser festivas y grandilocuentes son mejores o dicen más. Son similares a las de siempre, digamos tradicionales para el ejercicio y retención del poder. No son sueltas u ocurrentes. Están estructuradas para agrupar en una identidad, para acuerpar más allá de razones. Para su origen, para quienes las generan significan mucho y tienen todo el sentido; para sus receptores y difusores apenas representan una bandera y algo de comprensión. Esta descripción no cuestiona ese fenómeno, solo lo ubica. Tal vez pudiera ser mejor sin mitos, fantasías y caudillismo.
De pronto en México se habla de asuntos que, a primera vista, parecen insólitos. Por ahí surge alguna propuesta que parece inverosímil, más allá se presentan iniciativas de difícil comprensión por lo que aparentemente significan. Son tantas que cuesta trabajo seguirles la pista; a lo mejor esa es la intención. Hay de todo. Las que llegan y se van, las que siguen girando por ahí y las que se traducen en actos de Gobierno. Algunas tienen afinidad con el programa apoyado mayoritariamente en las recientes elecciones federales mientras que otras han ido surgiendo conforme a la coyuntura. Sin duda dominan el debate público. Evidencian pocas voces defensoras, menores ante las descalificaciones; algo tendrá que ver qué hay una voz dominante, como lo marca la tradición política mexicana, que inhibe a otras expresiones. Como casi todo se envuelve en propaganda es un poco difícil localizar las razones de tal o cual propuesta. Es posible que lo numeroso de las iniciativas tenga que ver con la avidez de algo que parezca cambio o con la urgencia de transformaciones reales. En todo caso, cuando son auténticas, se abren paso solas y se vuelven política, programa y presupuesto públicos.
En ciertos casos si estamos en la presencia de disparates, pero con intenciones de concentración de poder. Lo disparatado también se relaciona con la aproximación a modelos nacionales vetustos o extranjeros que han fracasado, pero se sostienen con maquinaria propagandística. Es interesante este momento político mexicano, de mucha esperanza para la mayoría, afectado sin duda por la pandemia del Covid-19, que no tendría que terminar mal y ser motivo de frustración y divisiones. Ojalá haya voluntad y razón para poner lo nacional por delante, el interés general y eludir un prematuro y artificial pedestal en la historia. El bienestar de los mexicanos debe ser la prioridad, con visión de Estado y más allá de afanes meramente de poder. Es valioso considerar a una o varias generaciones sobre un sexenio y una elección.
Dada las crisis de salud y económica que nos golpean, más lo que sigue, habría que cuidar los mensajes y los actos desde el poder y en las oposiciones. Se necesita para crear un ambiente de armonía y de unidad social básica. Eso puede implicar un ajuste en los propósitos del Gobierno, lo cual no sería una derrota sino simplemente realismo y responsabilidad. Lo que menos requiere México son sobresaltos y pérdida de energía social y política.
Recadito: la política se abarata cada vez más en nuestro ámbito.
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